La muerte de Jorge Lanata me encontró habiéndolo olvidado. Lo creía en la casa con un equipo de diálisis portátil, una enfermera y dos tubos de oxígeno. Un pop-up en la pantalla me dice que ha muerto. Sigo sin convencerme. Pienso que fingió su muerte para saber qué dicen de él, quiénes lo lloran o le dedican un responso. Fisgonea en su propio velorio; se contempla yaciendo en un cajón adornado con guirnaldas. A la noche se reclina en la cama. En la oscuridad el fulgor del iPad lo revela demacrado. Saca un cigarrillo del doble fondo del cajón de la mesita de luz y lo enciende. Nadie se da cuenta. Entre una pitada y otra repasa los títulos de los portales y los homenajes en las redes. Expulsa una voluta cremosa, satisfecha, y se duerme. Pero no: Lanata ha muerto. Tal vez habitó ese último sueño en la inmensidad de un coma inducido. Expulsó una voluta que era su alma abandonando el cuerpo, hubo un ligero estertor, un pitido largo en el monitor Holter y de nuevo el silencio. En ...