Las redes aportan vértigo y el vértigo conspira contra la argumentación, decía hace un par de días Jorge Alemán. Por eso las derechas se enamoran de las redes, y por eso “proliferaron los sistemas de insultos y de agravios”. Los argumentos aburren y para colmo no cambian nada. Que a las derechas les importe más la opinión pública que la política tiene que ver con que la política, las agendas, no cambiaron tanto en los últimos veinticinco años. Hay que pagarle al Fondo o a los fondos buitre con el menor daño colateral posible, a eso se reduce nuestra alta política.
Por lo demás, nadie sabe con exactitud qué es el neoliberalismo, más allá de cifrar sus pilares en la Escuela de Chicago de Milton Friedman, la austríaca de Friedrich Hayek y la de Virginia de James Buchanan, que ni siquiera se ponían de acuerdo en la política monetaria. En 2021 Javier Milei declaró: “No hay una nueva o vieja libertad, hay libertad o no hay, por lo tanto el concepto ‘neoliberal’ no tiene sentido”.
Es en prácticas específicas “pro-mercado” donde se puede hablar de neoliberalismo real, pero también allí hay diferencias sustanciales, como son los casos de Chile, de la Inglaterra de Margaret Thatcher o del menemismo. Una política neoliberal sería la que tiende a la desregulación del mercado laboral, la reducción del Estado y su capacidad de intervenir en la economía, etc. En el caso argentino se expresó brutalmente durante el menemismo y ¿culminó? en diciembre del 2001.
James Boughton, historiador oficial del Fondo, admite que el FMI tuvo una agenda neoliberal durante décadas al alentar políticas de privatización y libre mercado en la ex-Unión Soviética y América Latina. Preferían prestarle plata a gobiernos menos… keynesianos. Luego podían controlar desde adentro las medidas adoptadas por esas administraciones.
Pero también podemos pensar el neoliberalismo (aplicado a países del Tercer Mundo) no como un modelo económico alternativo sino como una estrategia de colonización: una bomba de mecha corta que una vez activada convierte en esclavos a los pueblos que la aceptan. No hace falta que perdure como en Chile: por su naturaleza injusta el neoliberalismo está condenado a agotarse, pero sus efectos durarán décadas independientemente de los gobiernos populares que aparezcan.
Esto Néstor Kirchrner lo tenía muy claro. Le pagó al Fondo, se lo sacó de encima, pero poco pudo hacer para revertir la restricción externa de la que siempre habla Cristina. La agenda de los mercados no cambió, y ahora no había plata del Fondo pero tampoco de los fondos de inversión atentos al Riesgo País, que habían pasado de la fase de “prestar plata” a la de pasar a cobrar sin importar el costo humano.
Es verdad lo que dice Milei: “Hay libertad o no la hay”. Argentina no estaba en libertad. Creer que el kirchnerismo representaba un cambio de modelo, una opción anti-neoliberal, es un delirio místico. El kirchnerismo no promovió la nacionalización de sectores estratégicos, y las retenciones y el cepo cambiario no fueron políticas anticíclicas, fueron medidas desesperadas de contención que incluso Milei conserva. En la alta política todo se reduce a no defaultear.
Lo que sí hizo el kirchnerismo, igual que Macri, fue multiplicar la ayuda social. El relato kirchnerista la ensalzó; el relato macrista la solapó, pero eran cursos de acción que jamás estuvieron en ningún manual peronista. La distribución de la riqueza se redujo a mitigar la onda expansiva del big bang de los noventa.
Más allá de estas cuestiones siempre provisionales y discutibles, Argentina no se convirtió en el unicornio sudamericano. La Década Ganada no fue un proceso de expansión de la economía basada en el aumento de la productividad o la desprimarización. Sí hubo desendeudamiento y el mayor salario en dólares de Latinoamérica, pero no un cambio de régimen.
La distribución no fue de la riqueza, fue de la ayuda social. Insisto bastante en este punto porque gran parte de la sociedad y de la política culpa a los movimientos piqueteros por la crisis actual, pero si los movimientos piqueteros son el emergente natural de las políticas neoliberales de los noventa, que se multiplicaran durante los siguientes 34 años demuestra que en el fondo nada cambió. El “milagro argentino” fue crear un nuevo, inverosímil sujeto social.
Las diferencias entre peronismo y antiperonismo en las últimas dos décadas no pasaron de ahí. No fueron modelos contrapuestos; no era trabajo de calidad y sindicatos fuertes versus precarización laboral y liberalización de la economía: estuvo todo mezclado todo el tiempo. No hubo gobierno peronista o radical que no se despidiera pasando a planta a miles de contratados o que no dejara como peludo de regalo tres o cuatro nuevos planes sociales y becas; todos mantuvieron la informalidad laboral entre el 42,5% (2015) y el 52% (2024). Cerca de medio país caído del sistema.
Luego, factores fácilmente cuantificables como los récords de exportaciones, los precios internacionales de las commodities, las crisis financieras globales, la pandemia, la guerra, la sequía, le pusieron cifras definitivas a la balanza comercial, a veces con equilibrio fiscal, a veces con el presupuesto explotado.
Vuelvo al principio: el ciudadano común, el agente económico de a pie, lo que vivió en los últimos años fue pura neurosis: estrés y alivio momentáneo: desempleo, planes sociales, AUH, y un lento pero inevitable descenso al temido infierno de la pobreza y la indigencia. Pensar que la multiplicación de motitos de 110 cc de cilindrada es el índice de la movilidad social ascendente es francamente estúpido.
Y repito: si la restricción externa desapareció por arte de magia cuando ganó el macrismo en 2015, el hecho de que hoy Milei tenga que implorar por ayuda del Fondo demuestra que el problema “de fondo” es parte de una agenda que no cambia según quién gobierna, porque somos colonia gobierne quien gobierne.
O sea, el peronismo no hizo peronismo (el de la Tercera Posición, humanista, con el trabajo como piedra angular pero nunca anti-capitalista). El peronismo de las últimas dos décadas, que con Néstor pareció alumbrar una vuelta a la fuente, navegó entre la épica florida y las dificultades para imaginar una transición hacia un “modelo” que el kirchnerismo se cansó de mentar pero jamás pudo ni explicar ni poner en práctica, más allá de lugares comunes como lograr la soberanía energética. A título de ejemplo: en la Década Ganada no gané nada: ni plata ni trabajo formal, no hubo ni mejor salud ni mejor educación, y conozco empresarios ultraliberales que se hicieron millonarios con Cristina. Eso no es nada peronista.
Podrá objetarse con razón que Cristina se enfrentó a los poderes fácticos y que llegó hasta donde pudo, pero también los enfrentaron Néstor y Perón (la historia argentina está atravesada por esas tensiones). Lo que digo es otra cosa: digo que la situación del país, su economía, sus políticas públicas, oscilaron entre cierto amor propio frente a las presiones del capital internacional y las concesiones en momentos de debilidad política. No entre neoliberalismo y peronismo. El neoliberalismo vino, explotó y se fue. Lo que dejó fue un nuevo estatuto legal del coloniaje.
Dicho lo anterior, ¿de qué sirve la argumentación de “las izquierdas” o del “campo popular” frente a la sociedad si no se puede ofrecer un futuro mejor y nos limitamos a contarle las costillas al presidente? ¿Qué logros podemos mostrar más allá del matrimonio igualitario o la AUH, que por cierto la sociedad parece haber olvidado? ¿Cuál es la razón por la que hace un año damos vueltas alrededor de las mismas preguntas pero no se nos cae una sola idea? ¿Cómo pretendemos dar vuelta el viento si no sabemos si pelearnos con el Gordo Dan en X o juntarnos en una Unidad Básica para buscar salidas superadoras? Si no sabemos con exactitud en dónde estamos parados, es imposible que podamos imaginar el futuro.