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Meritocracia militante

Empecé a militar en los ‘80 en Villa Ballester. No recuerdo cómo llegué a esa Unidad Básica, pero eran las cinco de la tarde y los viejos que tomaban mate alrededor de la mesa hicieron silencio, me examinaron, y después de mi presentación me pidieron un par de días para pensarlo. En verdad no tenían nada que pensar.

En poco tiempo había arrastrado a un montón de amigos y amigas al local llenando de vida la solemnidad monástica de aquél cuchitril. Enseguida comencé a asumir responsabilidades, a organizar las actividades de “la juventud”. 

Me dieron la llave del local y me convertí en el enlace con el “secretario general”. Pintábamos murales en los jardines de infantes, hacíamos obritas de teatro en las plazas y llenamos dos colectivos para un acto de la interna Menem-Cafiero en una época en la que no se militaba por un contrato. Una de mis compañeras, hoy fallecida, era la nieta de Rodolfo Walsh. 

De más está decir que la gente opinaba de la política lo mismo que ahora. Y no era para menos: terminábamos de plantar veinte arbolitos en una vereda y aparecía el intendente de San Martín acompañado por un fotógrafo, agarraba -literalmente- una pala, se sacaba una foto y desaparecía tan raudamente como había llegado. Los vecinos contemplaban el espectáculo con indignación.  

El entrenamiento militante era sobre la marcha. Una siesta gris me tocó hacer una pintada en el paredón del Deutsche Schule -el Instituto Ballester- frente a las vías del ferrocarril. Antes de terminar llegaron tres patrulleros y fui reducido por media docena de agentes que me apuntaban con itakas y pistolas reglamentarias. El secretario general me fue a buscar a la comisaría unas horas más tarde porque era menor.

Vivíamos la transición entre una época que se negaba a morir y otra que no terminaba de nacer. Pocos meses antes decenas de tanques de guerra que se dirigían a Campo de Mayo habían hecho zozobrar esa misma calle -la San Martín, al costado de la vía- durante el primero de los levantamientos carapintadas. La Municipalidad tuvo que repavimentar varios kilómetros de calzada.

Mientras Alfonsín -con amplio apoyo popular- enfrentaba intentos de golpe de Estado y su política económica naufragaba, el peronismo bregaba por saldar su deuda con la historia y volver al poder, que era la razón de su existencia. Pero yo era un militante. Pintaba paredes. Como dice un amigo, estaba haciendo mi experiencia.

El día de la interna Menem-Cafiero me otorgaron la sagrada misión de recorrer los barrios periféricos de Ballester, padrón en mano, buscando afiliados que hacía años no reportaban al partido. Algunos habían muerto, otros habían desaparecido; unos habían dejado el país y otros, finalmente, estaban desencantados con la política. De varios domicilios tuve que salir a las corridas para que no me fajaran. El balance fue positivo: llevé a votar a una veintena de compañeros.

Una mañana el “secretario general” irrumpió en la Unidad Básica y me descubrió durmiendo en el piso. Me habían echado de casa y no tenía dónde pasar las noches. Me habló como un padre, o al menos eso pensó, me pidió la llave y me echó. Nunca regresé al local. Hoy sería incapaz de precisar en qué calle estaba ubicado, pero sí recuerdo sus últimas palabras: “Sos un diamante en bruto”.

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Anécdotas como ésta habrá miles a lo largo y ancho del país. Historias que tienen como hilo conductor los sueños, la pertenencia y la vocación de servicio. Lo que nunca entendí es por qué “la militancia” me daría derecho a aspirar a un cargo público o a un reconocimiento pecuniario. Y sigo, treinta y pico de años después, sin entenderlo.

Dicen “no escuchan a la militancia”, pero cuando aclaran, oscurecen: “Pusieron en el gobierno a un montón de chetitos y se olvidaron de la militancia”. ¿Querías una plaquita en la puerta de tu Unidad Básica o militabas por un cargo? 

Hace algunos años un imprentero me lo explicó: “La militancia por amor al arte ya no existe. Si vas a trabajar para un proyecto político, que te paguen”. Me estaba describiendo la diferencia entre servir a un proyecto político y hacer carrera política, ingresar a un mercado laboral muy exclusivo. 

Pero -pensé- exigir una retribución por militar es como pedir que te paguen por ir a misa los domingos. Ojo, el imprentero tenía razón: yo estaba trabajando; y yo también tenía razón: no lo hacía esperando una compensación. Quería una sociedad más justa. Desde luego muchos de mis compañeros pensaban como el imprentero y hoy resisten a Milei bajo el paraguas de la administración pública.

La militancia se terminó confundiendo con la meritocracia partidaria, e igual que aquella está llena de zonas grises. No estoy cuestionando el derecho inalienable de aspirar a un trabajo digno; pero convencernos de que luchamos por un mundo mejor, cuando en el fondo lo único que queremos es una chata como la que se compró el puntero del barrio, es otra cosa.

La política es el reflejo de la sociedad que la parió pero tiene la obligación sagrada de mostrarnos el camino más corto hacia la felicidad del pueblo, no hacia la realización material del militante, referente, dirigente o lo que sea. Por eso más que renovarse generacionalmente, la política -y esto incluye a la militancia- debería renovarse moralmente. 

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