El discurso de Milei en Davos tenía como destinatarios a los matones del planeta, que nombró uno por uno, desde Donald Trump y Víktor Orbán hasta Giorgia Meloni, Benjamín Netanyahu y Elon Musk. Eligió el “wokismo” como campo discursivo porque era el único en el que no quedaba, como el resto del mundo, atorado por las barreras físicas y arancelarias de Trump, y tampoco quería mostrarse como un apólogo del libre mercado frente a la hoja de ruta proteccionista de la nueva administración estadounidense.
Pero sus palabras también produjeron el rechazo categórico de amplios sectores en Argentina. Desmovilizados los sindicatos, extraviados los partidos de la oposición, destractorizados los terratenientes y uberizados los trabajadores informales, logró juntar a todos sus adversarios para dar una pelea que, igual que ocurrió con la defensa de la educación superior, tiene muchas chances de perder.
Cabe recordar que las conquistas sociales que el presidente atacó en Davos tienen un largo recorrido histórico, desde la sanción del voto femenino en 1947, pasando por la ley de divorcio vincular promulgada por Alfonsín en 1987 y la de cupo político femenino aprobada en 1991 durante la presidencia de Carlos Menem.
Ninguno de estos avances fue parte del relato “woke”: la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer se aprobó en 1979 y fue suscrita por Argentina un año después, durante la presidencia de facto de Videla; el tratado se convirtió en ley durante el alfonsinismo y adquirió jerarquía constitucional con la reforma de 1994.
Las leyes de matrimonio igualitario (2010), la de identidad de género (2012) y la ley IVE (2020) fueron un paso más en el camino hacia una sociedad más inclusiva, pero no el último: la Ley Micaela (capacitación obligatoria en género y violencia de género), la Ley Brisa (derecho para las niñas, niños y adolescentes víctimas de violencia familiar a cobrar una suma mensual y a tener cobertura de salud), la Ley Yolanda (capacitación obligatoria en materia ambiental) y la Ley Lucio (capacitación obligatoria en derechos de niñas, niños y adolescentes) son formas concretas de imponer mayor responsabilidad al Estado y garantizar, desde el Estado, su ejercicio. Justo lo que Milei quiere destruir desde adentro.
La batalla cultural de la derecha tiene entre sus prioridades atacar estas conquistas denunciando una supuesta agenda “woke” que en lugar de corregir las asimetrías que afectan a grandes sectores de la población, reivindica los caprichos de minorías marginales. Aislar a la comunidad trans y luego estigmatizar a sus referentes -como ocurre estos días con Flor de la V- es parte de esa estrategia que busca que una sociedad fragmentada por la desigualdad se embarque en guerras tribales no por los recursos sino por los símbolos, por la vigencia de sus deidades locales.
Me pregunto qué pasa por la cabeza del presidente Milei cuando ve la foto de la artista trans en la playa. ¿Acaso fija su mirada en el bulto debajo de la tanga, siente un cosquilleo y reacciona escribiendo un discurso para el Foro Económico Mundial? ¿Por qué una mujer con pene no es una mujer pero la reencarnación canina a través del sacramento de la clonación tiene toda la lógica del mundo? Y en todo caso, ¿no sería más libertario dejar que cada persona pueda vivir con el género que mejor le acomode?
La profunda perturbación psicológica del mandatario juega un papel crucial en estos tiempos. No sólo puede meter al país en conflictos internacionales que nadie pidió sino hacer estallar el plan de quienes lo están expoliando mientras él lo preside. La excusa del ministro Guillermo Francos es un buen ejemplo de los dolores de cabeza que les causa: argumentó que cuando Milei dijo que iba a ir a buscar a los zurdos no era para destruirlos sino para debatir con ellos. Como dice el refrán: “Donde menos se piensa salta la liebre”. Y no vaya a ser que por el corso a contramano que tiene el presidente en la cabeza se les escape la tortuga.