La patria es una noción edificada lentamente desde el jardín de infantes. Cada acto escolar, año tras año, ha consolidado esa idea difusa. El apego a los símbolos tiene entonces un origen afectivo que se pierde en el tiempo entre juguetes, caras pintadas con corcho quemado y banderitas mías, y con los años es demasiado abstracto para racionalizar.
La política, en cambio, es una noción concreta: aparece en algún momento como una capa de musgo sobre la piedra lisa de la patria. En la política viven los políticos, un agente pernicioso para la patria pero, sobre todo, para nuestro bienestar.
No hay colisión, no hay choque frontal ni estridencias en la idea de que los políticos son la casta. Es una constatación hecha alegremente por el vecino que trabaja de chofer del ministro y le puso una media sombra al garaje para guardar la Hilux blanca. También hizo colocar dos aires nuevos y está construyendo una pileta en el fondo.
La política sólo sirve para quienes se sirven de ella. Por eso son preferibles los políticos que no hacen nada, como si no supiéramos que igual roban, y es más fácil culpar a los que visibilizaron la función reparadora del Estado que a los que ni siquiera sabemos cómo se llaman. A excepción del chofer del ministro. Si roban que por lo menos no molesten. Lo único que falta es que encima quieran enseñarnos a pensar. Crotos.
Históricamente la política nos interpeló en dos sentidos opuestos y complementarios: a través de los políticos que robaban pero hacían, porque todos roban, y de los que robaban y encima nos empobrecían. Mientras robaran, porque todos roban, e hicieran, porque algunos hacen, los tolerábamos; cuando ya no hacían y encima nos aumentaban las tarifas y los impuestos y nos pisaban el sueldo, los queríamos hacer cagar.
Todo cambió con la “batalla cultural”: la derecha convenció al vecino del chofer de que la crisis la generaron los que nos pavimentaron la calle.
¿Cuál es el piso de empobrecimiento de un pueblo hasta que dice "basta, no me vendan más que el problema es la pesada herencia"? Por el momento es un misterio, aunque tenemos algunas pistas.
Las puebladas y quejas sueltas que obligaron al gobierno de Zdero a suspender la audiencia pública para aumentar la tarifa de luz son un ejemplo de que todo, hasta el idilio entre víctimas y verdugos, tiene un límite.
Pero tampoco alcanza: con seguridad los comerciantes que están cerrando el boliche porque no pueden pagar dos palos de luz votaron a Milei y a Zdero; que estén más enojados que nunca con la pesada herencia que con el tipo que les aumentó la luz (o con ellos mismos) parece el triunfo definitivo de la derecha. Una "inception" irreversible. Piensan con las categorías del opresor.
No creo que sea útil perder el tiempo en esa batalla, sinceramente. Mirá lo que le pasó al amigo Roberto Espinoza, que por hacer docencia en un grupo de Whatsapp del barrio lo putearon todos y lo mandaron a vivir a Cuba. Les respondo con el título de un disco de Divididos: "Otroletravaladna".
Mientras la gente siga pensando que Dios aprieta pero no ahorca, mejor es dedicarse a elaborar un programa revolucionario (entendido en los términos en que lo expresaba Juan Domingo Perón) que una mayéutica para persuadir boludos. Como dice el refrán: “Difícil que el chancho chifle”.
Las elecciones de 2027 se podrán ganar o perder, pero si se ganan habrá que estar a la altura de los nuevos desafíos.
En el imaginario popular, la política ya tiene su lugar en la historia universal de la infamia. Pero no toda la política: la que quiere garantizar el ejercicio pleno de los derechos.
Esta noción tan oscura supone que quienes no tienen capacidad de gestión no hacen política: son restauradores ocupados en intervenir nidos de corrupción; y quienes quieren ponerle un poco de racionalidad al virus de la ignorancia, esos sí son políticos y mejor cuidarse de ellos.
Hoy hacer política de la buena es revolucionario, contracultural, peligroso. Y es más necesario que nunca.