En 1955 la palabra “retorno” adquirió cabal dimensión política para el peronismo. Obviamente contribuyó el miedo animal de la oligarquía. “Retorno” no hubiera sido lo mismo sin proscripción y sin la obsesión de esa oligarquía por recuperar los privilegios de las décadas precedentes.
Medio siglo después, “retorno” ya no tiene dimensión política. Es una mueca; una estética que invadió rizomáticamente (como el Cordyceps de The Last of Us) el cuerpo no ya del peronismo, porque hoy el peronismo es cualquier cosa menos su versión del siglo XX, sino de la clase sacerdotal progresista que también habita el peronismo.
La recuperación de las viñetas costumbristas del gran Solano López, y sobre todo el rescate emotivo del “héroe colectivo” de Oesterheld, dan cuenta de la necesidad de aferrarse a una épica y a una ética ausentes. “La patria es el otro” y “a la gilada ni cabida” están vencidas. Y ya no corre “Si se meten con Cristina qué quilombo se va a armar”. Hoy todos somos Juan Salvo. O Darín.
Hace no tantas semanas, la idea de “retorno” comenzó a gestarse una vez más con la vuelta de Capitanich a la arena política. Como el peronismo actual está lleno de progres (e insisto en que no está mal) el término quiso recuperar su pregnancia epocal pero, aparte de pecar de metafísico, chocó contra otro rasgo inherente al peronismo-pyme: el pejotismo que José Pablo Feinmann llamó “corleonismo”, la obsesión por privatizar el poder. El resultado fue ir separados y marchar separados, aunque ahora haya una contabilidad creativa para juntarlos.
Los escarceos previos a la presentación de listas no fueron magia, fueron rosca. Tiendo a pensar, por la relación de fuerzas de los actores, que hubo más demandas del espacio que amenazaba con cortarse solo, pero seguramente también hubo imposiciones del espacio mayoritario y una pésima diplomacia para acercar posiciones. La unidad no se concretó en la oferta electoral. Y hay que ver cómo se materializa en la próxima etapa pensando en las listas nacionales y en la regularización de autoridades partidarias prevista para noviembre.
Los progres serán almas bellas, pero boludos no son. Más allá de la épica del retorno y otros cuentos, tienden a mirar la realidad con perspectiva histórica, a ver ciclos, repeticiones, y a advertir peligros que el tipo que ha gastado las championes pasilleando por un cargo no quiere ver. Y es que el “relato” siempre tiene un anclaje material.
Pero no es sólo la batalla cultural: es la estructura económica que la subyace, como remarca Natalia Melanesio en “Cuando los trabajadores salieron de compras – Nuevos consumidores, publicidad y cambio cultural durante el primer peronismo” (Rosario, 1974).
Panorama de los años cincuenta: los salarios de los trabajadores habían logrado aumentos que no se volvieron a dar y sus derechos adquirieron rango constitucional. La realidad de la que venía el país era muy parecida a la actual: un obrero argentino ganaba la mitad que su par británico y un tercio que el yanqui. El salario medio estaba por debajo de la línea de pobreza. En las provincias periféricas “cundía una desembozada miseria lindera a la esclavitud”.
El peronismo, en su versión pingüina, volvió a cambiar esa dinámica a partir de 2003. ¿Cómo no darle crédito, entonces, a la nostalgia progre? Pero ni Perón ni Néstor ni Cristina hicieron política acuñando ‘haikus’. Tampoco Capitanich durante gran parte de sus tres gobiernos provinciales.
Lo que todavía está pendiente, aparte de cerrar la grieta interna, es reconectar con las demandas sociales concretas, dejar de ser burócratas y pillos y entender el sentido de “revolución justicialista”. Juntar la épica con la acción. Algo que a Zdero no le interesa, y que el peronismo tiene pendiente.