Nada, pero nada, justifica la carnicería que hizo Bruno Stagnaro con El Eternauta. Como relato de ciencia ficción la historieta es una obra maestra; la serie de Netflix es narrativamente torpe y técnicamente mediocre. La mejor analogía que se me ocurre es el Hamlet interpretado por Mel Gibson hace unos años. Pero Mel Gibson al menos respetó a Shakespeare.
Como metáfora política y social, el guión de Oesterheld es refinado; la serie, por su parte, desperdicia el hito de Malvinas (que no existía cuando se escribió la historieta) para explicar que Darín sabe disparar pero lo odia, sufre jaquecas y vive amargado. El flashback de las Islas hubiera sido la excusa perfecta para aludir al mito del imperialismo, trasfondo perpetuo de El Eternauta, y puente entre la ficción y la realidad que terminó con la vida de Oesterheld y sus cuatro hijas en manos de la Dictadura.
Si querían tirar un centro hubieran mostrado a un conscripto reventando gurkas. O al menos a un par de troscos quemando una bandera yanqui, en vez de la pintura costumbrista de caceroleros pidiendo que vuelva la luz. Esa noción hollywoodense de que las manifestaciones aportan el “toque social”, igual que las procesiones del Día de Muertos en México, los carnavales en Sudamérica o el Mardi Gras en Nueva Orleans, no tiene nada que ver con El Eternauta.
Sigo. La deriva de los personajes es totalmente caprichosa, como si se hubieran propuesto hacer de ellos lo que nunca fueron. En la historieta, Salvo crece; su camino lo lleva de ‘El hombre que está solo y espera’ al soldado que lucha contra el invasor; en la serie es un divorciado con cara de orto, reconcentrado, asaltado cada media hora por la misma alucinación. Favalli pasó de ser inteligente y afable a un tipo nervioso y despreciable. En la historieta, cuando es convertido en hombre-robot, el lector se desgarra. En la serie hubiera dado lo mismo si era él el que se tiraba del edificio de Avenida Dorrego.
No se puede profundizar en personajes a los que no se entiende. Si Stagnaro tuviera que reescribir a Sófocles, Edipo mataría al tío de un amigo y moriría soltero. Eso sí, con presbicia.
Y encima los cascarudos. ¿Tan caro era un CGI como la gente? ¿Tan caro era un guionista como la gente? En el último capítulo hay un cascarudo sentado junto a los hombres-robot. ¡Sentado!, con el culo de quitina apoyado en un cantero, contemplando extasiado a sus subalternos humanos mientras practican tiro al blanco.
Pero el mayor problema es no haber entendido que la ciencia ficción pura y dura es el territorio elegido por Oesterheld para esconder su denuncia a plena vista. Cada invasor es un ladrillo en la pared, desde los cascarudos a los que las balas los atraviesan como manteca, pasando por los gurbos estúpidos pero letales, hasta los sofisticados manos. Y al final están los Ellos. Se me pone la piel de gallina de sólo escribir su nombre. Nunca les vimos la cara, porque no tienen.
Cuando a los diez, once años vi por primera vez la tribuna detonada del Monumental me quedé sin aliento. Allí es donde comenzó a organizarse la resistencia. Cada paso que daba Juan Salvo era el descubrimiento de algo atroz y el nacimiento de algo inconmensurable en su interior. En la serie de Netflix retorcieron tanto la trama que a la cancha la miran de lejos y la resistencia está en Campo de Mayo. ¿Quién le hizo creer a Stagnaro que tenía que reescribir una obra maestra? ¿Netflix? ¿Los amigos?
Siempre me dije que el día que alguien decidiera financiar la película de El Eternauta, estaría frente a una de las mejores historias de ciencia ficción de todos los tiempos. Ojalá en veinte, treinta años, lo vuelvan a intentar. ‘Dune’ pasó por un par de intentos fallidos de emular la novela hasta que encontró un director a la altura. Ojalá a El Eternauta le pase lo mismo.
Vengan de a uno.