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La Mano de Dios

Si me preguntaran cuál es el peor lugar del mundo, no dudaría en afirmar que un hospital. Por supuesto me dirán que una comisaría es peor, y así: una cárcel, un campo de concentración. Pero no hablo de lugares en los que la crueldad es un requisito. 


A los hospitales vamos a nacer, a curarnos, a agonizar o a morir. Nos acompañan como sacramentos a lo largo de nuestras vidas. Pero hay que decirlo: el hospital deshumaniza. A los pacientes, y a los médicos y enfermeros. Esto es así porque el vínculo protocolar asegura la atención eficiente de los primeros y la salud mental de los segundos.  

En cualquier caso, los médicos son médicos. Tienen ese insoportable rictus hegemónico. El arquitecto que construyó ese hospital, el químico que ganó un Nobel por descubrir ese fármaco, el ingeniero que inventó esa máquina que escruta moléculas indiscernibles, son apenas auxiliares del tipo con delantal que está ahí para decretar si seguimos o nos quedamos.

El médico no sólo se deshumaniza al ponerse el delantal, que es como un campo de fuerza; también se pone una máscara que sonríe, que imposta una nueva humanidad. Detrás de todas esas capas encimadas ve a la gente como sistemas falibles, como enfermedades latentes, como reportes legales. Es amable como un cocodrilo. Sonríe pero no tiene el beneficio de la empatía. Si baja la guardia se desmorona.

“¿Cómo nos sentimos hoy?”, dice mientras revisa una radiografía contra la luz de la ventana. Sin esperar respuesta, anota algo en su cuaderno, nos mira por encima de los anteojos y redacta, impasible, con jeroglíficos, una receta que sentencia con el golpe seco del sello: “El paciente 0725 está muerto y aún no lo sabe”. 

Estoy bromeando. Los hospitales me dan miedo. Hace unos años nos llamó por teléfono un compañero. Estaba en el viejo Hospital Pediátrico junto a su esposa y su beba. Era de noche y una enfermera nos condujo hasta una salita al fondo, donde la familia aguardaba en soledad. 

Mientras el compañero nos explicaba cómo habían pasado por el centro de salud de Fontana, cómo habían llegado a la guardia, caí en la cuenta de que esa pequeña habitación era la morgue. La mamá tenía a upa a su beba muerta, la hamacaba y le cantaba. Al lado había una pileta de acero inoxidable para lavar cadáveres. Detrás de una cortinita, un cajón sin ornamentos.

Había sido una muerte evitable, concluimos: una atención desaprensiva en la primera consulta y a la casa; cuando la bebé se empezó a poner morada fueron a ver a un clínico amigo de la familia y los mandó de un raje al hospital, pero en la guardia los dejaron esperando. Pasó media hora, cuarenta minutos, hasta que una enfermera vio a la criatura, pegó tres gritos y aparecieron camilleros y médicos de todas partes. Le hicieron reanimación en el medio del hall, delante de sus padres, pero ya era tarde.

Estas escenas se repiten. Ahora pasó en el Hospital 9 de Julio de Las Breñas. 

Cuando el hecho se viralizó, la Dra. Cynthia Belfiori hizo una encendida defensa del trabajo del equipo médico: “Sé que se dice mucho del personal de salud. Muchas veces de nuestros defectos, nuestras desidias y limitaciones. Pero ayer asistí a una reanimación de un bebé y pude comprobar cómo luchó ese equipo y cómo se seguía esforzando aún cuando lo inevitable ya había sucedido. Cuánto se resistieron a dejarlo ir. Con qué amor y eficacia actuaron. Ahí donde no hay testigos ni opinadores indudablemente está la mano de Dios”.

Tal vez “eficacia” no sea la palabra que buscaba la Dra. Belfiori, porque la nena murió. Tampoco pudo evitar el rictus hegemónico: los médicos son un vehículo de la divinidad que sólo aparece cuando “no hay testigos ni opinadores”. Quienes sí estaban eran los familiares de la bebé, y denunciaron que la “desidia” ocurrió antes, mientras gritaba y nadie abría esa maldita puerta. 

Banco a Belfiori hasta donde la prudencia me lo permite. Pero como digo: no me gustan los hospitales, y no me gustaría tener que trabajar en uno.


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