Una mujer de condición humilde me cuenta que ha estado viéndose con un hombre, pero que decidió dejarlo porque era muy celoso; para rubricar la distancia, lo ha denunciado en la comisaría y ha pedido una orden de alejamiento. Le digo que entonces el hombre era un violento. Se queda callada y enseguida observa: “No tengo suerte en el amor”.
La mujer ha naturalizado la vida fronteriza, como esos colonos que dejaron todo atrás para empezar de nuevo en el campo y ahora luchan a la intemperie contra la sed de los presos que conmutaron sus sentencias a cambio de trabajar en el tendido del ferrocarril, contra los pederastas y los cazafortunas, y también contra esa nueva clase de pobladores sin pueblo, hijos de estos desplazados, de ellos mismos, que han ido naciendo y creciendo mientras la caravana se abría paso en el desierto.
Sus hijos -los hijos de esta mujer- son su único sostén (ha intentado, también sin suerte, entrar a una congregación evangelista) y a su vez ella es el único sostén de sus hijos. Es verdad que no tiene suerte en el amor, pero también que habita un territorio de leyes especiales, el horizonte de sucesos de un voraz agujero negro. Decenas de niñas madre que han dejado la escuela y andan sin rumbo por el barrio, se abren paso entre violadores y adictos al fentanilo, entre femicidas y prófugos. El problema de la periferia no es la contracepción. Son los celos.
Los bolsines de mercadería del gobierno han llegado a ese rincón olvidado como los manjares de la película “El hoyo”: en cada etapa por la que pasaron los han masticado, escupido, vandalizado, se los han robado. Nadie les dio una explicación: les ahorraron el disgusto arrojándoles los restos desde una camioneta que enseguida desapareció tras una nube de tierra, en un barrio que Google Maps apenas vislumbra con unas líneas deshilachadas que bien podrían ser un error de la Matrix.
La mujer me pregunta cómo me está tratando el calor. Pienso que al menos tenemos eso en común: el calor agobiante del Chaco. Me cuenta, finalmente, que este año empieza un curso de marketing.
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Cuando digo que nuestros dirigentes se rascan el higo en una oficina con el aire a todo trapo, que son una nueva iteración de la vieja política, que han perdido la batalla cultural, también estoy diciendo que, si bien es imposible ser pueblo si no se es pueblo, el peor de los pecados es ser dirigente sin tener formación, y tener formación sin una sólida guía moral.
Esta mujer de condición humilde, de más está decirlo, votó a Javier Milei.