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La casta nunca tiene miedo

La utilización política de hechos penales de alto impacto psicológico es el pan nuestro de cada día. Desde el caso Cecilia hasta la detención de Quintín Gómez y las denuncias contra Raúl Acosta por abuso sexual, pero también de Carlos Barraza y Mauro Andión, pasando por Tito López por malversación y lavado, se puede apreciar la hoja de ruta que sigue la politización de estos presuntos delitos, el corrimiento desde lo penal hacia lo social, y del juez natural de una causa al “jurado popular” que anticipa un veredicto armando el rompecabezas que le facilitan la prensa y las redes.


La montaña rusa de emociones a la que nos precipitamos como sociedad en los últimos gobiernos derivó en una especial sensibilidad hacia los responsables políticos de nuestras desgracias. El triunfo de Milei no fue una aberración histórica; fue una consecuencia natural -que últimamente ha sido hasta sobreanalizada- del deterioro de nuestra calidad de vida. La política era la peor casta y había que desterrarla. Y sólo hacía falta un empujoncito.

Por supuesto la política no desapareció. Leandro Zdero siempre se dedicó a la política, siempre vivió de la política, y como gobernador tiene la obligación constitucional de gestionar para la felicidad del pueblo y la grandeza de la patria, o sea, para la polis. Su transformación de político en vecino indignado fue una táctica, la condición de posibilidad del triunfo electoral: si se mostraba como un político al uso la gente lo iba a confundir con aquello de lo que intentaba diferenciarse. 

Ganó renegando de la política pero le tomó apenas unos meses demostrar que es un político más. Y de los malos. Tuvo que probar su propia medicina, su gobierno fue bombardeado con denuncias por gastos fútiles, viajes al pedo, arbitrariedad, corrupción y manejo discrecional de fondos multimillonarios para sostener un relato reñido con la realidad. 

Los rumores de renuncia o despidos de todo el gabinete del ministro de la Producción, Hernán Halavacs, son un ejemplo del hervidero que atraviesa el gobierno. La derrota parlamentaria que le impidió gestionar un crédito de US$ 150 millones, es otro. Y si es cierto lo que dice el policía Olivello de la piñeada entre radicales en la sede partidaria, producto de la supuesta orden de Zdero de prepararle una bienvenida a todo trapo a Karina Milei, cartón lleno.

No es una novedad que Zdero nunca fue un hombre de la gestión. De su paso por la Municipalidad de Resistencia sólo le quedó el alivio de no terminar imputado en la causa Lavado II luego de escabullirse por la puerta de atrás. De sus meses como delegado regional de la Anses apenas sobreviven las amargas anécdotas de los cientos de pensiones por discapacidad que dio de baja. 

Zdero siempre fue un hablador, un tipo que se sentaba en una banca y proponía multiplicar los sueldos de médicos, policías y docentes (eso que ahora Ivan Gyöker llama “proyectos inviables”) sin reparar en la factibilidad presupuestaria para concretarlos. Un chicanero de centro de estudiantes.

Por eso la gestión, que no es una especialidad de la casa, está al borde del precipicio, agravada por la presunta deshonestidad de sus funcionarios, lo que los convierte en aquello de lo que más trataron de diferenciarse: la casta. 

Y esto me lleva de nuevo al principio: la politización de causas penales, que derivó no sólo en las frecuentes chicanas maniqueas entre detractores y defensores en las redes, sino en enfrentamientos entre fiscales y jueces. 

El fiscal federal Patricio Sabadini, en su defensa mediática tras la decisión del juez federal N.º 2 Ricardo Alcides Mianovich de apartarlo de la causa Tito López, dejó expuesta la trampa que encierra este entramado de operaciones paralelas a la investigación penal para convertir un expediente en un tema de la agenda política: “Estamos en el siglo XXI, en una sociedad de la información. No me pueden poner un bozal para evitar que la sociedad se entere de lo que está ocurriendo en una causa tan relevante como esta”. 

El problema, más allá de si filtró o no información reservada, y más allá de si su “enemistad manifiesta” es “con los delincuentes” o si “mostró parcialidad en la cobertura mediática de la información”, es que Sabadini -igual que Zdero- buscan condenas sociales para generar presión sobre sus adversarios o sobre quienes se interponen entre ellos y sus objetivos. 

Esa politización no es la consagración de la libertad de expresión, o -como dice Sabadini- una prerrogativa de vivir en la “sociedad de la información”. Es un clavo más en el ataúd de la democracia republicana. Un salto al vacío protagonizado por panelistas y tuiteros. Por eso la casta, la verdadera casta, nunca tiene miedo.


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