Cuando ya hace un buen tiempo Tomás Rebord entrevistó a Fernando Vaca Narvaja y mucha gente lo cuestionó por no arrinconarlo por su responsabilidad en la “Contraofensiva Estratégica” de Montoneros, fui de la opinión de que el extenso diálogo entre el periodista y el exdirigente había sido muy bueno.
La crítica de Ale Bercovich sintetiza un poco por qué se lo vapuleó: “Si no querés conocer la historia de Vaca Narvaja antes de hablar con él, asunto tuyo. Si hay gente que te celebra, te felicito. Pero si querés hacer grande la Argentina otra vez y no hacerles un favor a los represores, mejor leé un poco sobre qué fue la Contraofensiva montonera”.
No me voy a extender en ese “debate” (si el entrevistador tiene que ser como el David Frost que desarmó a Richard Nixon en 1977). Lo que sí me interesa es lo que Bercovich dijo después: “A mí me encantan los formatos innovadores pero también lo riguroso. ¿Se puede aprovechar lo que producís para debatir o sólo vale participar de la lógica del like y el hateo?”. Y: “Bienvenido también el debate sobre los nuevos formatos. Siempre y cuando sea respetuoso. Sin enojarse ni creérsela (...) Menos delirio de grandeza, más destreza”, cerró parafraseando a Calle 13.
En la búsqueda de una síntesis política de la semana, este viernes le di clic a la transmisión en vivo del programa conducido por el Tomás Rebord ya consagrado (ganó un Martín Fierro el año pasado, lo siguen decenas de miles de personas). Sorpresa: estaban haciendo un concurso de talentos. Competían un mimo, un bajista y dos pibes lookeados como los de CQC. El premio -una estatuilla estilo Oscar- se llamaba Rebord’s Awards (el periodista es célebre por sus creaciones autorreferenciales, como la “Edibordial Sesuda”). De fondo, durante la votación on line, se escuchaba la banda de sonido de Blade Runner. Pura épica.
¿Cómo había llegado el chabón que entrevistó a Vaca Narvaja y que desató una interesante polémica sobre estilos, medios, formatos y plataformas, a proponer un America’s Got Talent de cabotaje y bajísimo presupuesto? ¿Es lo que demanda la gente o es la deriva natural de una generación de comunicadores que no sabe a dónde va?
Me niego a aceptar el argumento tinelleano, autoindulgente, de que la gente necesita que le arranquen una sonrisa en el prime time después de una amarga jornada laboral. Tampoco me cierra el supuesto capusotteano del juego bizarro, del grotesco como ética contracultural, porque no hay ni siquiera un subtexto que explicite la precariedad de la propuesta como una búsqueda consciente. Al contrario, todo parece confirmar el diagnóstico de Bercovich: “Menos delirio de grandeza, más destreza”.
En tiempos de orfandad política no está de más preguntarnos qué hacer con la posta que nos legó ese actor social que a lo largo de los últimos siglos habilitó un lenguaje común para traducir al castellano los galimatías dirigenciales, los enjuagues parlamentarios, los pactos espurios del poder. Ese heraldo, el periodismo.
Hoy que se ha roto el “contrato de lectura” y convivimos con sus partículas residuales (el algoritmo de la autolegitimación, de la radicalización tribal, de la reafirmación de nuestros propios estereotipos), y que todo, absolutamente todo, circula por el newsfeed de nuestra red social de preferencia en igualdad de condiciones, valen lo mismo las fake news, las verdades a medias y las “noticias” de los medios tradicionales, que también pueden ser fake o medias verdades. Resultado: nos da todo lo mismo, nos chupa todo un huevo.
Hace un par de días el periodista Ricardo Goya me pidió una opinión sobre un tópico recurrente: la distribución de Pauta Publicitaria Oficial, habida cuenta de la política de medios clientelar y stalinista del gobierno de Leandro Zdero. Huelga decir que soy pesimista al respecto: es un debate clausurado por todos los gobiernos. Aún así creo que es un buen debate, necesario en democracia, porque hace al ejercicio de derechos fundamentales como la libertad de prensa y porque, de paso, permite denunciar el uso discrecional de fondos públicos con fines electoralistas y para negocios personales. Pero sería un boludo si me hiciera ilusiones.
Si los dirigentes del “campo popular” están en una jubilosa carrera de embolsados de cara a las elecciones del año que viene (Capitanich propuso un ‘Gabinete en la sombra’ y un mes después tuvo que ordenarles a sus diputados votar contra el endeudamiento de Zdero porque nadie le dio un tronco de bola); si el grueso de la facturación de los medios de comunicación más importantes proviene del sector público; si las jóvenes promesas del periodismo independiente están organizando concursos de talentos, hundidos en el más profundo abismo de la pelotudez, nos debemos no pocos debates. Pero sobre todo, para conjurar esa maldita deriva hacia la nada, tenemos la obligación de dar la cara.