No recuerdo los nombres. Es injusto para la veracidad de la historia pero también piadoso. Y no digo que haya sido gente mala y eso justifique resguardar su identidad: la desbordó el suceso, que era, por lo demás, un hecho menor.
Sí recuerdo el lugar: el Lino Torres, el “cuchillerato”, como supe más tarde que el humor popular había bautizado al colegio al que hacía pocos meses me había integrado después de un año y medio en un internado alemán de Los Cardales.Corría el año 1984, cursaba la última mitad del segundo ciclo. La profesora de Historia, una mujer de pelo corto, nos había pedido ideas para un trabajo grupal basadas en algún suceso relevante del siglo XX.
No sé qué cosas propusieron mis compañeros, pero cuando la profesora recogió los proyectos y los apiló sobre el pupitre me pareció que estaba feliz. Su vocación docente estaba justificada; los pibes y pibas, presas de la tiranía de sus glándulas, se habían comprometido con la consigna.
Pero al llegar a su casa y revisar las propuestas se le vino el mundo abajo: uno de sus alumnos quería estudiar la última dictadura cívico-militar, un tabú que la misma sociedad que la había avalado y sufrido no sabía cómo administrar.
Mi registro de la dictadura era un rompecabezas. Recordaba la amargura de mi viejo cuando vivíamos en Berisso y se escuchaban tiros en la noche cerrada, el Gordini con las ópticas cubiertas de cinta adhesiva negra ante la inminencia de una guerra con Chile; los papelitos arrojados desde el aire cubriendo el patio de la escuela, con caricaturas de nuestros héroes de Malvinas sometiendo a un león. Le dije a la profesora que la Historia escolar nos había negado el derecho de saber qué había pasado y creía que era el momento de rectificarlo.
Las cosas no salieron como esperaba. Un par de días después me citó la directora. En su despacho, una vez que la preceptora cerró la puerta, sólo quedamos ella, la profesora de Historia y yo. La mujer -sigo sin recordar su nombre- trató de quebrar la solemnidad del momento con una sonrisa de oreja a oreja pero estaba nerviosa, contrariada.
No voy a reconstruir el diálogo. En síntesis, me dijo que era un tema que no íbamos a abordar, que todo lo que había planteado en mi propuesta era legítimo, pero que no estábamos preparados para discutirla. Éramos chicos y la dictadura todavía encarnaba peligros que era mejor no avivar. El juicio a las Juntas estaba a la vuelta de la esquina pero se imponía la prudencia. Me aclaró también que no habría sanciones.
Cuando salí de su oficina, más que la frustración por no haber conseguido lo que quería, más que la perplejidad por haber llevado las cosas demasiado lejos, por querer meterme y meter a mi grupo en una laguna contaminada de la memoria, lo que me dolió fue la traición de la profesora, la facilidad con la que eligió delatarme como si hubiera cometido un crimen.
Caminamos en silencio hacia el aula, ella con la mirada clavada en las baldosas, yo con la satisfacción creciente -un descubrimiento formidable- de haber encontrado el límite de un discurso grotesco hecho de sombra y silencio: habían perdido toda autoridad sobre mí. Ese año, justo el último día de clases, me pusieron 24 amonestaciones por arrojarme desde la ventana del primer piso al cantero del patio.